El primer recluso liberado

Cuando aún no hacía treinta y seis horas que duraba el experimento, el recluso #8612 empezó a sufrir un trastorno emocional agudo, razonamiento ilógico, llanto incontrolable y ataques de ira. Pese a todo, como ya habíamos llegado a pensar casi como autoridades penitenciarias, creímos que intentaba engañarnos para que lo liberásemos.

Cuando el consultor presidiario principal entrevistó al recluso #8612, lo reprendió por ser tan débil y le explicó qué tipo de abusos podía esperar de guardas y reclusos si estuviese en la cárcel de San Quintín. Luego se le ofreció convertirse en confidente a cambio de no sufrir más humillaciones de los guardas. Se le dijo que lo pensara.

Durante el siguiente recuento, el recluso #8612 dijo a los demás reclusos: "No podéis iros. No podéis dejarlo". Este mensaje fue realmente estremecedor y les hizo aumentar la sensación de que estaban encarcelados de verdad. El recluso #8612 empezó entonces a actuar como un "loco", a gritar, maldecir y a enfurecerse de tal manera que parecía que estuviese fuera de control. Aún necesitamos un poco más de tiempo antes de convencernos de que realmente sufría y de que había que liberarlo.


Padres y amigos

Al día siguiente, dispusimos una hora de visita para los padres y amigos. Nos preocupaba que cuando los padres viesen el estado de la cárcel, insistieran en llevarse a sus hijos a casa. Para contrarrestar este efecto, manipulamos la situación y a los visitantes para que el ambiente de la cárcel pareciese agradable y saludable. Lavamos, afeitamos y arreglamos a los reclusos, les hicimos limpiar y pulir las celdas, les hartamos de comida, pusimos música por el intercomunicador e, incluso, utilizamos a una antigua animadora deportiva de Stanford, la atractiva Susie Phillips, para dar la bienvenida a los visitantes en recepción.

Cuando los visitantes llegaron, aproximadamente una docena, entusiasmados ante lo que parecía una experiencia novedosa y divertida, recondujimos sistemáticamente su comportamiento, para controlar totalmente la situación. Tuvieron que registrarse y esperar media hora, les dijimos que sólo dos visitantes podían ver a cada recluso, y se limitó la visita a diez minutos, bajo la vigilancia de un guarda. Antes de que los padres pudiesen entrar en el área de visita, tuvieron que discutir el caso de su hijo con el alcaide. Naturalmente, los padres se quejaron de estas normas arbitrarias, pero hay que decir que las cumplieron. Y, de esta forma, participaron también en nuestro drama carcelario, haciendo de buenos adultos de clase media.


Algunos padres se disgustaron al ver lo cansados y angustiados que estaban sus hijos. Sin embargo, su reacción fue la de actuar dentro del sistema, apelando de forma privada al superintendente para que mejorasen las condiciones de sus hijos. Cuando una madre me dijo que nunca había visto a su hijo tan mal, respondí pasando la culpa de la situación a su hijo:

— ¿Qué le pasa a tu hijo? ¿No duerme bien? 
Luego le pregunté al padre: 
— ¿No cree que su hijo pueda aguantar? 
Se ofendió: 
— Claro que puede; es un muchacho muy fuerte, un líder. 
Se volvió hacia su mujer y le dijo: 
— Vámonos cariño, ya hemos perdido bastante tiempo. 
Y me dijo: 
— Nos volveremos a ver en la próxima visita.


DEBATE
Comparad las reacciones de estos visitantes con las reacciones de los ciudadanos en encuentros con la policía u otras autoridades. ¿Hasta qué punto fue típico su comportamiento?